Cuestionario original elaborado por Hellen Quiel (Panamá) para la serie audiovisual 'Creador, historia detrás del autor'.

Junio de 2020.

Nombre, edad, nacionalidad y nivel de estudios.
Me llamo Javier Mardel, tengo 41 años, nací en México y cursé estudios escolares hasta nivel bachillerato.

¿A qué edad o momento nació el amor por la literatura?
Tal vez mi relación con la literatura fue posterior a mi relación con la escritura. Seguramente, la literatura asomó a mi vida como a la de la mayoría: de forma oral y doméstica, anónima en la cotidianidad (luego, uno crece y se entera de que aquella historia o aquella frase provenían de tal libro). Pero el verdadero trato directo fue primero con la escritura de palabras. A mí me enseñó a escribir mi mamá entre mis cuatro y mis cinco años. Viví, entonces, la aventura de la elaboración de palabras antes de internarme en las posibilidades de su combinación. Sin duda, la literatura es la visión agradecida de un paraíso antiguo y luminoso, pero es la escritura mi hogar terrenal, a donde siempre vuelvo no importa cuán lejos me vaya ni por cuánto tiempo.

¿Algún hobbie, aficiones y/o gusto literario?
No tengo pasatiempos relevantes ni aficiones permanentes. Me gusta, como a todos, mirar ciertas series, ciertas películas. Nunca rechazo una conversación o la visita a un museo. Escucho música siempre que puedo y soy muy ecléctico al respecto. Me gusta salir a caminar bajo cualquier pretexto y convivir con la familia. Leer no es un pasatiempo: simplemente leo como si se tratara de una de las cosas en las que consiste la vida, como comer o dormir, pero si tomo un libro intencionalmente, o busco algo en internet, ese libro o ese algo suelen ser de poesía.

¿Cómo compatibilizar la vida familiar, social y escritura?
Durante mucho tiempo, de joven, yo no me percaté de encaminarme a esta actividad. Viví mi adolescencia ensayando la vida que ensaya cualquier adolescente. Mientras tanto, escribía. Finalmente, cerca de los veinte años, publiqué mi primer poema y mi vida personal, familiar y social pasó a ser la de alguien que escribe y publica cosas. Quiero decir que no hay escisión entre una y otras. No me retiro de la vida para ocuparme de mis tareas literarias, así como no dejo de ser escritor cuando lavo los platos o voy al cine. Sí hay un espacio en el que todo lo demás pasa a segundo término cuando me pongo a escribir algo en particular, pero es lo mismo que si me ocupo de cualquier otra cosa. No dejaría de escribir y afortunadamente no me parece que haya una razón para hacerlo, pero tampoco es lo único en mi vida.

¿Lo que usualmente escribes?
Yo escribo poesía desde los doce años (hubo un pequeño cuarteto octosílabo que cometí de más niño pero ahora veo que sólo fue un spoiler). Desde entonces, lo único que me propongo al escribir es componer un poema, un solo verso a veces. De todas formas, en ocasiones he necesitado escribir ensayos, más cortos o más largos, para comunicar y dejar a disposición del lector intereses que estimo pertinentes pero inferiores a la música de un poema. También he escrito reseñas a pedido de revistas y textos de diversa especie que han tenido destinos también diversos: presentaciones de libros, prólogos, conferencias, entrevistas escritas...

¿Cuántas obras tienes publicadas o si estás en proceso?
Aparte de mis trabajos en revistas y antologías, tengo dos libros publicados a la fecha: Los fantasmas y Lo que no sabe Pupeta. El primero, publicado por la editorial Dos Líneas, en 2005, y el segundo, por el Fondo de Cultura Económica, en 2012. Actualmente me dedico a la arqueología de lo escrito durante los últimos diez años, calculo extraer uno o dos libros de ahí (al mismo tiempo que mi segundo libro salía a la venta, me mudé a Argentina y desde entonces he estado en una especie de retiro, alejado prácticamente de toda actividad literaria salvo una presentación en la Feria del Libro de Córdoba y una lectura en la Biblioteca Nacional de Argentina). También he estado escribiendo otros borradores de lo que creo que será un libro más, pero eso lo mantengo en secreto. En breve tal vez se publiquen un par de poemas que me pidieron para una revista —lo que significará volver a las publicaciones formales—, y también estoy organizando material audiovisual que se ha acumulado con el tiempo para compartirlo en un canal de YouTube.

¿Cuáles son los escritores o poetas que han influido en tu creación literaria?
Todos los que he leído. Durante mi adolescencia leí mucho a los poetas románticos y a los modernistas. Luego conocí a los simbolistas y a los poetas contemporáneos mexicanos. Hacia mis veinte años leía mucha filosofía occidental y teoría literaria, junto con poetas modernos de procedencias muy variadas. Esto último se ha extendido hasta la fecha, agregando durante el transcurso la lectura de poetas de mi generación y la exploración de poetas orientales que en el pasado no pude leer con más detenimiento. En cada etapa pasé más tiempo con un poeta que con otros, y quiero pensar que cada uno influyó sobre mi pensamiento hasta transparentarse sobre mis escritos. Pushkin, Neruda, Sor Juana, Tagore, Quevedo, Basho, Borges, Safo, Dante, Shakespeare, Machado, Paz, Yeats, Baudelaire, Ponge y Lizalde son quienes más rápido vienen a mi mente, aunque claramente omito a muchos. Con el tiempo incluso tuve la fortuna de coincidir con poetas que ya admiraba y a quienes también debo mucho, como Antonio Deltoro, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Langagne.

¿Qué tiempo le dedicas a la hora de escribir?
A escribir escribir, normalmente poco, salvo que se trate de una comisión ajena. Pero yo escribo sin escribir todo el tiempo. Muy frecuentemente debo detener mis actividades para anotar cosas y poder seguir con el día. De lo contrario, la idea o las palabras a las que trato de dar forma en mi cabeza se enciman sobre lo demás y me siento intranquilo y apresurado. Algunas veces he estado el día entero tratando de componer un poema; otras, he logrado algo provechoso al cabo de una hora. No tengo una rutina disciplinada y sé que es una recomendación muy criteriosa, pero me parece más urgente para la narrativa que para la poesía, a la que hay que merecer y no acosar.

¿Cómo, dónde o qué páginas utilizas para promocionar tus obras?
Además de la publicación en revistas, uso un blog que diseñé para que funcione como una web personal: javiermardel.blogspot.com. Lo tengo desde hace mucho y es donde centralizo parte de mi trabajo publicado. También tengo una cuenta de Instagram: @javier.mardel, que abrí recientemente, y una de Twitter: @JMardel, que uso como mirror. Salvo en estas, yo mismo no me dedico a promover mi trabajo, pero sé que se me busca con modesta frecuencia en Google y ahí aparece todo.

¿Alguna anécdota que quisieras compartir relacionada con la época en la que empezaste a escribir?
A los doce años yo conocía a Gutierre de Cetina y a José Asunción Silva, a Manuel Gutiérrez Nájera y, naturalmente, a Bécquer. Mi clase de español incluía un módulo en el que se hacía un repaso supersónico de los autores históricos en lengua castellana, nombres que yo anotaba para buscarlos luego en la biblioteca de mi escuela. Yo no sabía lo nerd que era eso. Tampoco sabía que, al leer esa poesía, en realidad la estaba escuchando. Podía olvidar el Madrigal pero no su sonido. Las palabras del Nocturno podían desaparecer en mi memoria solitaria y aún lo reconocería por su música. Faltaba mucho para que yo supiera de pies métricos, sinalefas, anáforas... Pero yo iba a la biblioteca porque en mi casa realmente había muy pocos libros. Había una Biblia muy buena, la Latinoamericana, que leí mucho; había un Cantar de Mío Cid, que leí menos; un libro sobre los rollos del Mar Muerto, que no entendí; Las mil y una noches que me regaló una maestra de primaria y algunos más que se repartían entre la irrelevante decencia y la bastardía comercial. No había necesidad de tener un librero: cabían en una caja. Y esta imagen de la caja es importante porque es ahí mismo donde recuerdo descubrir y comenzar a leer un libro de poemas de una autora cuyo nombre no he podido recordar desde entonces. Tampoco recuerdo el título, aunque alcanzo a vislumbrar las formas y los colores de la portada: un libro más bien feo y que apuntaba a una de esas ediciones lastimeras perpetradas por el instituto de no sé qué. En sus páginas había sonetos y poemas en verso libre con pies trocaicos que iban y venían pretendiendo silvas y desafiando los márgenes con elongaciones caprichosas. Leí mucho ese poemario; tanto, que todavía soy capaz de recitar completo uno de sus sonetos, además de fragmentos varios que ya no sé cuánto los ha modificado mi olvido, cuánto de su autoría me corresponde. No hay libro que haya determinado más mi poesía. Desde Bécquer en adelante, debajo de todos mis demás poetas hasta la fecha, el sonido de aquellos versos ha decidido mis endecasílabos y mis encabalgamientos, mis silencios, mi velocidad. Escribo en tono menor porque en tonor menor estaban esos poemas. Corto mis versos, o no lo hago, sólo porque intento copiar la transparencia de esas páginas... Tal vez lo soñé todo. Varias veces he buscado entrecomillados sus versos en Google. Es inútil. El libro no existe y cuando yo muera dejará de escucharme.

¿Cómo está ambientado tu lugar de inspiración?
No me preparo un lugar concreto para escribir. A lo largo de mi vida he tenido muchos hogares y en cada caso tuve que adaptarme a las condiciones y adaptarlas un poco a mí. La constante de esas condiciones es, me parece, dónde quede la computadora; la mía, una salida visual inmediata: una ventana generosa que contenga un panorama dilatado. Aparte de esto no tengo más exigencias ambientales. Ahora ya casi ni se necesitan libros a mano. Sí una silla cómoda, eso sí... Pero yo empecé con esto antes de la computadora y el wifi. Lo mismo abro una libreta y escribo en la cocina que sobre la cama. Durante unos años viví con unos tíos y escribía en la azotea de la casa, de noche. Estas preguntas las respondo apoyado sobre un viejo tablero de ajedrez montado sobre la pared a modo de mesa, con un ropero a un lado y la puerta hacia la cocina del otro.

Cuéntame más de tu último proyecto realizado y si tienes algo por preparar actualmente.
Mi último proyecto llevado a cabo fue Lo que no sabe Pupeta, un libro de poesía que ganó el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños en 2011. Es una reunión de poemas acerca de un perro doméstico y su convivencia con el mundo cotidiano. Primero escribí un poema, casi un mero apunte. Luego se sumaron otros. Un día le mostré el conjunto al poeta Antonio Deltoro y este me sugirió que lo enviara a concursar por dicho premio. Lo peculiar con este libro es que yo no lo escribí para niños. Quizás sólo procuré que no estuviera limitado a lo que un adulto fuera capaz de entender. En realidad, lo poemas hablan de asuntos que para mí tienen una importancia muy personal, pero que intenté que no estorbaran en la lectura directa e ingenua de lo que ahí se cuenta. Por otro lado, actualmente estoy muy concentrado en organizar los apuntes y borradores de una historia en verso que creo que será atractiva para mucha gente, pero, como dije, prefiero no comentar nada por ahora.

¿Qué libros recomendarías leer?
Todos lo que se puedan. Incluso aquellos que no sean considerados necesarios o importantes. Incluso aquellos que excedan la categoría de libro (como los mangas o los webcómics). No es una obligación leer exclusivamente cierto tipo de libros. Tampoco terminarlos inapelablemente. La lectura debe ser un acto lúdico y silvestre, como jugar o soñar despierto. Un libro que no nos provocó mayor placer en un momento de la vida puede ser una revelación en otro. Cabe, sin embargo, confiar en el prestigio de un libro en cuanto a que lo ha adquirido gracias a su impacto a través de los años en lectores numerosos. Así, puede tenerse casi la seguridad de que disfrutaremos La isla del tesoro o El arte de amar (el de Ovidio). Frankenstein, Moby Dick, Los miserables, 1984 o Breve historia del tiempo serán libros que agradeceremos mucho haber leído. Hay libros que conviene leerlos en su lengua original, aunque uno se apoye en una edición bilingüe si no se la domina, como la Divina comedia o La guía del autoestopista galáctico. El Quijote debería ser leído por todo el mundo, no importa si es en ruso o en japonés (nosotros lo tenemos en español y no deberíamos despreciar esa fortuna). A veces no se trata de elegir un libro especialmente, sino de seguir a un autor. Entonces tenemos que acercarnos a Bradbury, a Wilde, a Dickens, a Verne, no importa en dónde se aterrice. Hay autores sin los que se puede vivir perfectamente pero con quienes la vida es mucho mejor: Dostoievsky, Tolstói, Kipling, Yourcenar, Mishima... Por otro lado, para el lector que escribe, o que pretende hacerlo, habrá libros y autores insoslayables: Hamlet y Shakespeare, El proceso y Kafka, El aleph y Borges, La Ilíada y Homero (podemos mencionar autores de ensayo y teoría literaria, algunos inestimables, como Bachelard o Montaigne, pero esto se volvería interminable). Para el poeta en particular, al hábito desenvuelto de leer yo pido el desarrollo de un conocimiento amplio y afinado sobre el género si desea ser navegante y no un náufrago a la deriva. Porque si con la narrativa se habla de libros, con la poesía se tiene que hablar de poemas, y acaso el poema que nos salvará la vida se encuentre perdido en el fondo de un libro imperceptible. No es sencillo ni toma poco tiempo saberse mover tras bastidores de la poesía, pero 'la poesía no quiere adeptos, quiere amantes', dice Lorca, y todos sabemos que cuando uno ama ningún esfuerzo es sin alegría.

¿Te comparas con algún escritor? ¿Por qué? ¿De qué forma?
Sinceramente, me comparo con todos, en el sentido de que para mí la historia literaria es una especie de país de las maravillas al que no sé cómo llegué pero en el que intento hacer mis cosas sin molestar demasiado al resto de los pobladores —que, como se ve, son algo inestables—. Uno admira y sigue durante un tiempo, o desestima y evade, a diferentes escritores a lo largo de la vida. La comparación, por mera geometría, es inevitable. Pero no de una forma envidiosa y competitiva, sino como se compara el hermano menor con el mayor, el novato entre los titulares: con ánimo de estar a la altura, de contribuir, de no decepcionar a una virtual audiencia. Yo considero como mis mayores a Quevedo, a Baudelaire, a Sor Juana, a Borges, a Wilde. Siento un cariño casi piadoso hacia ellos, como si fueran mis parientes. Los siento como propios: hago bromas sobre ellos, noto sus desvaríos y no me importan, me digo palabras suyas todo el tiempo, en silencio, sin que venga a cuento. Pessoa y Calvino son vecinos cercanos: hablo a sus espaldas pero no escondo lo mucho que les debo. Omito a varios, como siempre —quisiera ser amigo de Piglia o de Pasolini, por ejemplo, de Szymborska—, pero tampoco soy muy fanático de las fiestas, y si sigo sumando gente esto se puede convertir en una.

¿Qué consejo le darías a la gente joven que empieza a escribir?
A la obvia recomendación de leer mucho, yo agrego dos, para mí, vitales: aprender a ser honesto, nítida, descarnadamente honesto, y desestimar la fama. Tomar conciencia de lo primero es importante porque, mientras más pronto y más limpiamente se logren reconocer las motivaciones y los alcances personales, más confiable e inequívocamente se podrá contribuir en el mundo y en la literatura con algo pertinente. La idea de tener que escribir de un modo en particular, sugerido por tendencias inmediatas o presupuestos tradicionales, es un espejismo que sólo nos hará vagar por el desierto, y ese extravío consiste precisamente en creer que se está escribiendo con autenticidad, cuando sólo se están repitiendo esquemas socialmente aceptados. En cuanto a lo segundo, un escritor debe recordar que no se escribe para ganar seguidores ni para lograr el éxito, ni siquiera para producir un libro: se escribe porque al mundo le está faltando algo y él lo intuye. El menor intento de perseguir la notoriedad es una distracción de su misión única de llenar, mediante la escritura, ese espacio. El manejo de imagen es una necesidad oportuna siempre que sea un punto tangencial de apoyo y no un centro gravitatorio. Hoy mismo, son muchas las oportunidades y los recursos disponibles para formarse como escritor, pero el deseo consciente de serlo no puede suplantar la necesidad visceral de escribir. Si a lo que se aspira es a ser famoso, vestir como intelectual, hablar rebuscadamente, acumular premios o presumir muchos libros, entonces la cabeza se ocupará en conseguir todo eso y pocos megas le quedarán para ocuparse de pensar en qué escribir y cómo. Podrá escribirse mucho, pero quién sabe si al final se alcanzó a decir algo.