El caballo

Ni en el mágico cuerno, ni en las branquias
del dragón coralino, ni en las alas
asombrosas del hijo de Medusa.
Retratado en cavernas o elevado
al panteón de los dioses, a su lomo
se han trenzado la historia de los hombres
y su propia leyenda cabalgante.
A través de la arena del desierto,
de la hierba en el campo y de la nieve
en las cumbres, sus cascos ancestrales
han hendido la cáscara del orbe.
El comercio y la guerra lo han llevado
desde el Shamo oriental hasta las verdes
pero rojas praderas de Oklahoma.
Recio, dócil, espléndido y ligero,
en su aplomo se afina la elegancia
que la heráldica honra a su figura.
Más allá de la feria y la carrera,
más allá de la raza y la montura,
desde que hay una tierra y, sobre ella,
arde un sol indudable y cotidiano,
su existencia cincela el mundo al trote.
El caballo en el agua y en el fuego,
en el sueño y los naipes recelosos.
El caballo en Arabia y Berbería,
en galeras fenicias rumbo a España,
trasponiendo el Atlántico, pasmando
el semblante del rostro americano.
El caballo en los frescos indelebles
de Altamira, en la turba del Guernica,
en los pródigos trazos de Da Vinci
y en el mármol helénico que Fidias
cinceló para el templo de Atenea.
El caballo en las gestas medievales,
en la tumba del nubio y en la cábala.
Un corcel de ocho patas jala el carro
centelleante de Odín en el Asgard,
y en la corte del Sha de Persia, un potro
encantado se eleva hasta las nubes.
Dos señeros caballos en el Arca
y también en el Fedro de Platón.
Juan anuncia venir cuatro jinetes
sobre cuatro fatídicos bridones.
Nervo cuenta en sus versos otros cuatro,
Krishna guía de Aryuna los corceles
y Darío montó potro sin freno.
Doce criollos abriéndose camino
en la pampa. Sin número los jacos
por la borda arrojados de las naves.
Incontables caballos en tropel
de la huestes de Atila en Anatolia.
A caballo, en la vieja Nueva Orleans,
Faulkner quiso asistir al teatro un día,
y en el cuadro, tirando de las riendas,
Bonaparte soñó ser Napoleón.
Angulado corcel en el tablero
de la noche y el día combatientes,
alma y brillo en la osada charrería,
distintivo de reyes y amazonas,
del bandido, del gaucho y del cowboy,
a la vez es bastión y honor del héroe
domeñando los Andes y del diestro
rejoneando en la plaza postrimera.
Albo penco en las tierras de Toledo
dirigiendo la pluma de Cervantes
o admirable artificio de madera
acarreando en su vientre el fin de Ilión,
es también el hermano del arriero,
la elegante potencia del carruaje,
el altivo poder de los dakotas
y la agreste mitad de los centauros.
Orgullosa ficción o prodigiosa
confección de la vida, su galope
incansable resuena en cada palmo
del planeta. Su terso y alto nombre
resplandece en la fe y en el idioma
de los pueblos. El arte le venera
y el niño le sonríe en el tiovivo.
Alazán, purasangre o percherón,
andaluz, hunter, mustang o tarpán,
es Bucéfalo estribo de Alejandro
y Babieca montado por el Cid.
Hoy ya sólo galopa en el estadio
o se deja llevar por el desfile
ribeteado con plumas y quincallas.
Son lejanos el campo y el cantor.
Ya no hay más caballeros, ni cruzadas,
ni poemas ni hazañas que los pueblen.
Hoy apenas se admira el auditorio
con la grácil cabriola o con el arco
distinguido del cuello. Nadie nota
que ese gesto gallardo es obligado,
que el cabestro mantiene duramente
la mirada en el suelo, que la testa
sólo sabe seguir su propia sombra.
Pero acaso el destino es un residuo
del azar, y el caballo primigenio
—el eterno, el del viento por arreo—
sobrevive en los cascos, esas bardas
que el olvido y la ofensa no vulneran.
En los rígidos cascos, donde el polvo
registró la memoria de su estirpe;
donde aún permanecen, como un sueño
incrustado en diamante, las distancias
y la cifra imborrable de los siglos.