Habitación 102

No mañana ni el miércoles,
pero uno de estos días dejarás la habitación
y cerrarás por fuera procurando no hacer ruido.

Antes comprobarás la lentitud de las paredes
y la caída tibia, irresponsable, de la ducha.

Aprenderás a corregir rincones,
cabeceras de arena,
cuadros que te acosen
tras la atención inerte de otros cuadros.

Afuera —te dirás— prosigue el mundo,
mas sólo esperarás que llegue la hora
de regresar a tus leones y almenajes.

Olvidarás —no te preocupes— cada noche,
cada gajo de noche, cada fibra.
Las manos te serán devueltas
justo cuando sus huellas se diluyan
en la puntual textura de la celda.

Ya habrás visto tu rostro en el espejo,
ya sabrás cuánto mide el guardarropa,
ya el aroma de tu cuerpo habrá llegado
hasta las cuatro orillas de las sábanas.

Y uno de estos días,
no mañana
ni el miércoles,
dejarás para siempre la habitación
y cerrarás por fuera procurando no hacer ruido.

Entregarás la llave en la recepción
y pedirás que no interrumpan,
que te dejen dormir tranquilamente.


__
Sobre la cómoda, un teléfono anticuado,
plúmbeo, arquetípico,
gasta las horas y los días en silencio.

En torno al disco de marcado,
los números se alinean hacia el cero:
una continuidad estática
cuya perturbación alguna vez produjo una llamada.

Cada dígito es ahora, sin embargo, inútil:
de sus combinaciones infinitas,
ninguna habrá que me conceda a la distancia
la voz semidormida de alguien conocido.

Descuelgo el auricular
y no es posible oír sino la sílaba inmutable
de un silencio que nunca fue tocado por palabra alguna.

Marco el cero, la cifra de la nada:
sólo un loco, humillante, tono de “ocupado”.

Afuera —digo al fin— prosigue el mundo.
Pero no hay nadie, más allá de estas paredes,
a quien pueda informarle de una fuga de agua,
un foco fundido, un martes incompleto.

¿Cómo pedir ayuda si resbalo en la bañera,
si la puerta ya no abre,
si la paredes cambian de tamaño?

¿Cómo pedir auxilio si uno de estos días
(no ayer, por supuesto)
suena el teléfono mientras me estoy bañando
y luego de timbrar tres, cuatro veces,
se oye el auricular
volver a su apropiado sitio en el teléfono?


__
Si giro la perilla de la puerta,
si acomodo la almohada,
si busco el interruptor de la luz,
siento que otro lo sabe y lo consiente.

(Al encender la tele sigue trasmitiéndose el canal que miraba el último que la apagó. En el armario están los ganchos que otro dejó a lo largo de la barra. El fondo del lavabo guarda el agua jabonosa de otras manos.)

Celda cuyas paredes son mis ojos,
cuya oscura amplitud está moldeada por mis rasgos,
la habitación también es una máscara,
un rostro al que mi rostro se acostumbra sin saberlo.
Mire hacia donde mire, voy convirtiéndome en el otro
mientras el otro se habitúa a mis horarios,
a mi respiración,
a mi ropa.

(El otro sigue, simultáneo, tratando de fingir su soledad en el espejo, ensayando sombras anormales, apuntando la lámpara de al lado hacia lugares imprevistos para que cambie la noche, para que no sea siempre la misma, para no quedarse.)

No importa en dónde me sitúe:
cada rincón es ocupado por el otro:
sé la medida de mis pasos por los pasos que da el otro:
mis pequeños trayectos son el eco de los suyos:
voy hacia donde él va:
hacia la disolución:
hacia el olvido.

Algo se adivina puerta afuera:
el número de las demás habitaciones es el mismo.

Ya es tarde.

Me acuesto en la cama
donde el otro se acostó
después de otro,
después de otro…


__
Uno de estos días dejaré la habitación.
He pensado que mañana,
acaso el sábado,
pero definitivamente no dejaré la semana
en las furiosas manos de esta multitud.

Al principio creí que sólo había uno:
veía su aliento empañando el espejo del baño,
su sombra oculta tras mi sombra en las paredes.

Luego supuse que eran dos
(un par de amigos, dos amantes)
con quienes compartía los jabones y el hastío,
la ilegible humedad de algún rincón,
las medias horas que excedían el alquiler.

Ahora distingo a la muchedumbre,
los incontables cuchicheos enredándose en el aire,
declaraciones dulces confundiéndose con rezos,
largos lamentos carcomidos por blasfemias,
confesiones impúdicas, chantajes,
carcajadas.

Puedo escucharlos;
pongo una almohada sobre mi cabeza
o subo el volumen de la televisión para intentar no hacerlo.
Pero incluso cantando,
gritando que se callen,
maldiciéndolos,
no dejo de escuchar la suma detestable de sus voces,
la afilada llovizna de sus voces arañándome la nuca.

Sé que a mi lado, cuando me acuesto,
alguien solloza desde todas sus miserias
agonizando limpiamente con rencor callado.
Mientras ellos, los que se aman,
y los que fingen amarse y sin querer se aman,
gimen y giran, se vulneran,
se deshacen
como si no lograran deshacerse de sí mismos.

Apenas puedo dormir.
No sé en qué lado de la cama estorbo menos.

En el fondo del baño hay un suicida.
Junto a la puerta, un joven cuya boca ya no es suya
escribe una carta con los besos que otro joven le ha dejado.
Una anciana acomoda las cortinas. Un niño llora.
Cerca de ellos, lavándose las marcas del estupro,
una muchacha se derrama de sus ojos.
Otro acaba de llegar: lanza un bostezo
y cambia de canal tras encender la tele.

Yo estoy aquí,
sentado en una orilla de la cama,
pensando que uno de estos días dejaré la habitación,
yo
y todas estas gentes incluidas,
a más tardar el sábado.


__
Mañana dejaré esta habitación.
Lo tengo todo planeado:
me levantaré de la cama,
me daré un baño breve, arreglaré la maleta,
y antes de que despiertes
te arrancaré la memoria,
tu nombre,
tu plan de salir…

Tomaré de la cómoda la llave
y cerraré por fuera
procurando no hacer ruido.