La palabra detrás de la escritura

Año tras año, la Fundación para las Letras Mexicanas celebra una reunión interna entre sus becarios y los miembros de su Patronato. Para esta, a los chicos de la generación correspondiente se les pide escribir una cuartilla donde expresen su relación con las letras y sus motivaciones como jóvenes autores: el sueño de soñar, la palabra detrás de la escritura. Los textos resultantes son leídos en voz de sus propios autores ante el Patronato, su Presidente Miguel Limón Rojas, el Director Eduardo Langagne y los tutores de Narrativa, Poesía, Ensayo y Dramaturgia.

Yo tuve el honor de leer en tres ocasiones: dos como becario de Poesía y una más a invitación expresa tras recibir el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños. Aquí comparto los tres textos, a manera de saludo por los diez años de la FLM pero también como confirmación de mi agradecimiento por una de las etapas más felices de mi vida.



Lego de palabras (2006)
    
Bajo el oblicuo sol de una mañana de Oaxaca, un niño juega con pequeños bloques para armar. Es una casa como muchas, con sus altas ventanas y menudos escalones, con el rechinido de sus puertas y las baldosas rojas de su patio. El niño, que no pasa de los tres años, toma las piezas de colores y las ensambla hasta lograr modelos conocidos y formas inesperadas. Vehículos, edificios, animales parecidos a edificios, surgen de sus manos y pueblan la rasa vastedad del patio. Llena de sueños la mañana. Más tarde, luego de la comida, la madre lo llamará y le dará su primera lección de escritura. Él le preguntará por la letra Q, que alguna vez ha visto, y aprenderá a distinguirla de la O. A partir de entonces pasarán los años y los libros. De una maestra de primaria recibirá como regalo Las Mil y una Noches. Leerá el Cantar del Mío Cid y El Principito, el Cantar de los Cantares y un libro de poesía cuyo título olvidará por completo.

A los catorce años, ya menos niño y más cerca de lo que soy ahora, sus padres se separarán y él volverá a la Ciudad de México, donde nació. Antes de radicar en ella definitivamente, seducido por la curiosidad y abrumado por el desconcierto, vagará por otras ciudades de provincia como buscando algo cuyo nombre ignorará por años. De esto quedará constancia pero aún no lo sabeen un libro que llevará su nombre y sus palabras, su desolación ante el cristal opaco de su futuro y el indeleble rostro de los rostros que terminarán componiendo su memoria. Baudelaire y Borges le acosarán con interrogantes. Ponge y Machado le enseñarán a responder. Apenas habrá cumplido veinte años. El mundo, si bien no menos claro, le resultará un poco más legible. Mirará hacia atrás y se dará cuenta de que algo lo acompañó persistentemente. Un montón de hojas sueltas, apuntes en la segunda y tercera de forros de incontables libros, servilletas garabateadas y alguna pared manchada de palabras le dirán, como un ubicuo espejo circular, que más allá del tiempo y la distancia recorridos, más allá de la cotidianeidad y la supervivencia, del nombre propio, en los hombres operan cosas precisas, inevitables. En él es la escritura.

[...]

Ya algunos años han pasado desde que mi primer poema fue publicado. Me he dado cuenta de que, salvo para escribir, escribir poesía, pocas o nulas son mis habilidades. Más que haber alcanzado un anhelo largamente acariciado, he aprendido a reconocer con humildad, pero también con alegría, mi oficio de escritor. A mucho he debido renunciar, pero no pocas han sido las satisfacciones que le debo a la poesía. Mis días y mis insomnios están hechos de palabras, palabras ajenas que fugazmente juegan a pertenecerme, palabras como máscaras en cuyos ojos siempre intento adivinarme, palabras sonámbulas, engastadas en su propia música, en sus propios sueños.

Aún no me acostumbro a volver a un recuerdo abiertamente. Todavía no siento que el adulto que soy se haya ganado el derecho de pertenecer al niño que fue. Sin embargo, lo intento: me siento ante el monitor o la hoja de papel, tomo las palabras que el silencio me concede y busco ensamblarlas de la mejor manera que puedo. Algunas veces logro modelos conocidos; otras, me encuentro con formas inesperadas. Líneas tras otras surgen de las horas y pueblan la blanca vastedad de una página. Lleno de sueños la noche. Más tarde voy a la cama y despierto al otro día para tomar, a solas ya, una lección más de escritura. Me pregunto muchas cosas que mi madre ya no sabría responderme. Reparo en la luz oblicua de la tarde y, palabras más, palabras menos, comienzo a armar poemas con esas pequeñas, coloridas piezas de sonido.


Astillera (2007)
    
Mucha gente llama joyero al propietario de una joyería y no al que fabrica joyas en un taller. El primero jamás rechazará el título; el segundo casi siempre preferirá el de orfebre, artesano. Sólo los enterados saben que a un joyero respetable se le dice maestro. El término es lo de menos. Ya sea un auténtico artista o un simple empleado a sueldo fijo, el que trabaja la joyería poca relación tiene y tendrá con el glamour de los escaparates y las selectas recepciones del jet set. Su mundo es otro y sin el esplendor mediático de nombres conocidos y firmas poderosas. Regularmente lleva una vida sedentaria, adherido la mayor parte del tiempo a una silla humilde aunque resistente, con las manos y los ojos sobre la mesa de trabajo mientras los días se acumulan incontables como los breves granos de limadura entre sus dedos. Una rutina costosa: las largas horas dando forma al metal derivan con el tiempo en daños a la visión y, sobre todo, a la región lumbar. Los hay quienes combaten las dolencias musculares con ejercicio o reposo. El uso de anteojos se vuelve en cierto momento algo obligado y, si estos fueran insuficientes, una o dos lupas ayudan a labrar la pieza con la precisión que se requiere. Sin embargo, y aunque después de treinta años abandonara la silla y se dedicara, qué sé yo, al ciclismo o al comercio informal, ni todo el oro trabajado le alcanzaría para enderezarse la espalda o comprarse unos ojos nuevos.

Una o dos lupas. Y muchísimas herramientas, tantas como haya podido adquirir a lo largo de los años. Algunas exigen ser reemplazadas cada tanto. Otras son eternas. Seguetas y pinzas, limas, buriles, guardan un orden caprichoso sobre la mesa o colgadas de la pared. Una lámpara, pendiente de un poste fijado a la mesa, cuida que sobre esta siempre sea de día, que en el momento justo en que un solitario afiance su brillante no falte la luz que alimente su destello. Algunas máquinas sencillas cumplen el trabajo rudo: pulen, laminan, taladran. Toda joya, antes de serlo, debe ser algo que resista la violencia.

Un joyero, un maestro joyero, es al mismo tiempo varios. Aparte de limar, soldar y fundir, también engarza perlas y monta piedras preciosas. No sólo trabaja con oro y plata, también con cera y plastilina. Conoce los secretos tanto del paladio como del latón, las variaciones delirantes del mercado metalúrgico y la manera de recuperar, del polvo, de la basura generada en el taller, valiosos gramos de metal invisibles durante meses. Y también enseña. Cosa de vocación o de mera necesidad económica, quien se inicia en el oficio se encarga de tareas elementales mientras recibe, aparte de su pago, los consejos del maestro para empuñar un arco de la manera correcta o conseguir un vaciado libre de poro. Algún día el aprendiz dejará de serlo. Algún día él también será un maestro y trasmitirá sus conocimientos a otro que a su vez hará lo mismo. Todo es una cadena.

Hablo de un joyero pero en realidad hablo sólo de mi tío: Andrés. También mi padre es joyero y varios tíos más y algunos primos. La mía es una familia grande, con parientes regados aquí y allá y en la que pronunciar la palabra oro es tan habitual como decir agua, hasta mañana, ¿cuándo juega México? Hablo de mi tío, el joyero, y lo veo en su mesa bajo la luz de su lámpara, inclinado hacia adelante limando la media caña de una argolla hasta dejarla tan limpia que parezca que así fue desde siempre, que nunca fue labrada. Hablo de mi tío y me veo a mí en otra mesa bajo la luz de otra lámpara, inclinado hacia adelante limando el endecasílabo blanco de un poema hasta que el cansancio o la resignación me regresan a la realidad. Hablo de él y pienso que no estaría mal comenzar a usar anteojos. Hablo, y de pronto percibo un leve malestar en la región lumbar por las horas sentado ante mi mesa de trabajo, la de aquí, la de este taller en el que recibo, aparte de la beca, la asesoría para empuñar una imagen de la manera correcta o conseguir un poema libre de gratuidades. En efecto, pese a creer durante mucho tiempo que yo no me dedicaría al oficio de mi familia, me reconozco como un aprendiz que también se va haciendo poco a poco de sus herramientas, de los conocimientos necesarios para quizás un día dejar de serlo y saber que el ciclismo o el comercio informal no son opciones. Quiero decir con esto que agradezco la lámpara, la mesa de trabajo, la beca. Quiero decir gracias por la confianza y la paciencia, por cada una de las palabras de mi tutor y cada una de las charlas con mis compañeros. Ahora veo con mayor claridad cuál es mi lugar y cuáles mis tareas; que si bien aún no soy capaz de tallar un diamante, no pude estar en mejor taller para aprender a hacerlo.

Sé, porque me lo ha contado, lo que significa para mi tío el primer taller en el que trabajó, su primer patrón, su primera paga. Sé otra cosa: no importa cuántos anteojos llegue a usar en lo que me resta de vida: la fachada de esta casa permanecerá nítida, imborrable, en mi memoria.


2011
    
Durante mi tiempo en esta casa –en las temporadas 2006-2007 y 2007-2008– tuve el honor de hablar ante ustedes en dos de estas reuniones entre patronos y becarios. Esta vez, en razón del premio del que generosamente se me ha considerado ganador, he sido invitado a hacerlo nuevamente, aun cuando ya no formo parte del primer equipo y mi puesto ahora sea ocupado por algún narrador revolucionario, un dramaturgo experimental o, aun, otro poeta obsesionado con la Forma. Se me ha invitado, digo, pero en realidad esto es para mí no menos que un regalo, una feliz oportunidad para mimetizarme con la generación actual, estrechar la mano de los amigos y reencontrarme con tantos y tan valiosos recuerdos a cada paso y mire hacia donde mire.

Para quienes tuvimos la suerte de ser becarios –coincidía con Federico Vite hace unas semanas–, la Fundación viene siendo, y lo será por siempre, nuestra alma máter. Pensar en esta casa, y en todo lo que nos ocurrió al interior de ella, es revivir con alegría y satisfacción un período invaluable, crucial, de nuestra vida. Yo estoy seguro de que ninguno en su intimidad podrá negar que sus días aquí fueron determinantes, que lleva los colores en el corazón, que aun siendo titular en el Fonca o convirtiéndose más tarde en director técnico, ganando campeonatos, su pequeño cubículo en la casa o en la Taquería (o como les llamen ahora) persistirá en sus recuerdos como una nota al pie entrañablemente necesaria.

Recuerdo que al entrar se nos pidió, como a todos, escribir una especie de semblanza propia para el sitio de la Fundación. Yo tenía abierto Word desde hacía no sé cuánto, me giré con todo y silla hacia Alejandro Arteaga y le pregunté, retóricamente y desde cero: ¿Y qué vamos a poner, si lo único que hemos hecho es entrar a la Fundación? Poco a poco, los premios y las publicaciones fueron surgiendo, aun –pero no en el caso mío– durante el período de beca. Salvo para este, que todavía me da pudor nombrar, yo jamás había participado para otro premio, y antes de ser admitido en la Fundación, sólo había publicado un libro (nada espectacular, me parece).

En este momento está por concluir mi compromiso con el Fonca. He colaborado en ciertas revistas y se me ha invitado a dar algunas lecturas aquí o allá. Me presentan –me presento– como poeta y ensayista, pero yo sólo intento decirle a aquel chico de doce años, el que fui en Oaxaca, que no se desanime, que no haga demasiado caso a quienes le hacen bromas por escribir lo que imagina, que siga tumbado panza abajo leyendo Las Mil y Una Noches mientras come galletas María remojadas en leche. Quiero decirle que algún día estará en un sitio llamado Fundación para las Letras Mexicanas y podrá dedicarse enteramente, como lo dijo en su momento Jorge Francisco Hernández, al oficio más bonito del mundo.

Gracias, señores, por creer en mí, por creer en nosotros. Gracias, Toni, por aparecer en mi vida. Gracias por honrarme con esta invitación y permitirme estar de nuevo aquí, esta mañana, en mi casa.