Mi diagrama de Venn en palabras

Hay incontables cosas que, aunque me agobian, estoy obligado a hacer, como esperar, trabajar por una paga miserable o mostrarme atento con gente que auténticamente me importa un rábano (veo que siempre elijo "rábano" en lugar de "cuerno" y equivalentes: tal vez se deba a que, entre los alimentos que me repugnan, los rábanos ocupan un lugar destacado; además es una palabra fea). Por el otro lado, hay todavía más, muchísimas cosas más que en realidad quiero hacer, como mandar a varias de esas personas al carajo, escribir algo legible —que ya es bastante— o volar sin asistencias mecánicas, evolutivas o paranormales.

Ambos conjuntos se cierran con una definición imperturbable. Sin embargo, hay una pequeña, ínfima porción de cada uno de ellos en la que se invaden respectivamente. A esa estrechísima área regateada corresponden algunas de las cosas que deciden la mayor parte de mis rutas, mis altos y mis arrancadas en este planeta. Entre las cosas que al mismo tiempo quiero y debo hacer, están, por ejemplo, esforzarme en hablar con precisión, cuidar el agua, no hacer daño a los demás, procurar no cometer un error más de una vez.

No del todo satisfecho, pero tampoco ciertamente en contra de las cosas que ambos conjuntos comparten, he llegado a darme cuenta de que la tensión entre ellos me ayuda, cuando no a considerar las posibilidades con exitosa objetividad, sí al menos a no olvidar que casi nunca hay respuestas claras, pero tampoco tan oscuras que motiven a cultivar cualquier pretexto.

Con todo, la relación entre ambos conjuntos siempre está supeditada a la participación de uno más: el de las cosas que verdaderamente soy capaz de hacer. Una de mis obligaciones morales ante mis amigos, por ejemplo, es la de ayudarles cuando les es necesario; pero eso no nada más es un deber, también es un deseo, y muy intenso. Sin embargo, tomando en cuenta mis capacidades, las suyas, y el contexto de su necesidad, muchas veces no me es posible hacer por ellos lo que quisiera, lo que debiera, o ambos. Ofrezco mi apoyo en cuanto puedo, porque así lo quiero y lo siento mi deber, pero no más. Consideraciones éticas determinan en ocasiones los límites de mi intervención: puedo hacer algo por alguien, y me siento impulsado a ello, pero sé que no debo hacer por el otro lo que él puede hacer por sí mismo. Del mismo modo, aunque no fuera de mi agrado, si las circunstancias así lo exigen, es mi deber actuar en consecuencia si está dentro de mis posibilidades.

Esta lógica la aplico en todo. A veces quisiera escribir algo, pero no me es posible; otras, me sé perfectamente capaz de hacerlo, pero no quiero; otras más, me veo obligado a hacerlo aunque no quiero, pero mientras puedo, lo hago. A veces, incluso, me gustaría escribir algo, y sé que podría, pero también que no debo.

Sé con claridad que uno de mis deberes en este mundo —porque así lo decidí desde hace ya algún tiempo— es escribir poemas, y este compromiso, cuando el tiempo, las condiciones y mis facultades me lo permiten, lo trato de cumplir cabalmente. Sigo instruyéndome para ser cada vez más apto: finalmente, esta labor es una de las hélices principales que mueven mis deseos.

La coincidencia entre estos tres ámbitos no se da tantas veces como me gustaría pero, cuando así sucede, la sensación es simplemente de plenitud. Con todo, aun esa experiencia no me salva de una especie de ansiedad luminosa que conozco perfectamente bien desde que era niño; una forma de ambición callada, persistente pero no ingrata, que se acrisola en una pregunta que me acecha siempre: ¿Qué habrá más allá de los límites de esos tres conjuntos?