Pensar la mosca

Llevaba yo tres horas-hombre mirando fijamente la ventana. ¿Cómo puede ser sólida la transparencia? ¿Cómo la permanente pulcritud del vidrio puede ensuciarse de reflejos y crepúsculos? En la primera hora aprendí a desechar esta clase de preguntas. La segunda la utilicé para afirmar la convicción de salir. La tercera se me fue planeando el modo. Hice cálculos que poco a poco fueron precisándose. Comprobé la densidad del aire. Repasé con la vista rutas múltiples de escapatoria. Incluso contemplé ciertos factores de interferencia como el rumor periódico del refrigerador o la tensión secreta entre los muros de la casa. En algún momento la ventana dejó de existir. Ya no había cristal. La distancia era apenas un efecto de la física y sólo mediaba una fracción de segundo para iniciar la exploración apasionada de un planeta inédito.

Luego no sé qué pasó. Sólo recuerdo sensaciones violentas y difusas, destellos crueles achatándose en mis ojos con la tersura indiferente de un espacio inaccesible. Ignoro cuánto duró aquello. Cuando recobré la conciencia, una forma sin luz, como un símbolo, abrió sus lentas alas a mi lado y con la misma lentitud, aunque sin miedo, sin que la casa abandonara sus cimientos, hizo salir la casa al mundo. Pero ya era inútil. Tres días antes, es decir, tres días-mosca, la mosca no sabía –y yo, que lo sé, no sé decírselo– cómo a veces es sólida la transparencia.