Un árbol (con camino incluido)

Nunca supe su nombre, es decir,
a qué especie botánica pertenecía.

Extendía sus ramas a una orilla del camino,
leyendo con su sombra las distintas sombras de la gente que pasaba;
quizás, imaginando a dónde irían,
a dónde más allá del polvo levantado por los pasos,
calculaba un camino más extenso que la brisa,
más que el vuelo de las aves que hospedaba.

No era tan largo: apenas conseguía arañar la ribera del río. Dicen los viejos que hace algunos años, en época de lluvias, el río se desbordaba y cubría los campos aledaños; el camino incluido. Entonces se hizo un bordo para evitar estragos a las pocas viviendas de la zona, las tierras de cultivo y, por supuesto, el largo, pero no tan largo, camino.

No era un árbol común;
quizás lo fuera en otras tierras, otros climas.
No obstante, parecía estar bien en donde estaba:
no muy cerca de las milpas, no muy lejos del río…

Tampoco era hermoso,
al menos no como ésos que uno aprende a dibujar de niño.
Su extraña asimetría dividía desde lejos el paisaje
como un quejido oscuro en la tersura del silencio.

Eso lo hacía un referente para todos.
Eso lo hacía el centro, la raíz de cuanto lo rodeaba.

Los demás árboles eran todos uno mismo a todas horas. Un mismo árbol, de fronda decorosa, solemnemente enarbolada, repetido en diferentes sitios como postes de luz, como antenas en una plataforma de despegue. Alguna vez me pregunté cuántas ramas tendría un árbol de ésos. Concluí que todos se ramificaban el mismo número de veces, que al interior de todos se apretaba el mismo número de vetas.

Curtido por el sol y por el tiempo,
agrietado en la base de su tronco,
su ramaje se iba y regresaba
como si aquello que soñaban sus raíces
se volviera visible en cada una de sus hojas,
en sus tantísimos y tan macizos nudos.

Siendo yo un trepador profesional de árboles,
aventurero escalador, delfín rampante,
al ver éste así, tan intrincado,
tan orgullosamente árbol,
decidí –no sé por qué–
no poner una mano en él siquiera.

Esa tarde llovió. No fue una tormenta aparatosa. Sin embargo, en cierto momento, estando yo en mi recámara, la ventana toda se iluminó de pronto con un resplandor que me hizo caer de espaldas en mi cama. El trueno fue casi simultáneo. Calculé que el rayo no habría caído lejos. El río, pensé.

Al día siguiente regresé al árbol.
Sólo quedaba una deformidad bicéfala
carbonizada de tajo y sin aviso.

No fue su aislamiento a medio camino,
lejos del resto de los árboles, de las casas.
No fue su corpulencia;
no su elevación.

Fue su extraña asimetría dividiendo desde lejos el paisaje.

Eso lo hacía un referente para todos.
Eso lo hacía el centro, la raíz de cuanto lo rodeaba.

El cielo incluido.